martes, 26 de octubre de 2010

RELATO MÍO EN VERSO

Homenaje a L.-F. Cèline, original escritor, mediocre y canalla inhumano, profeta y símbolo.


Formábamos la agradable velada
el coronel de la Wehrmacht Klaus von Kleist-Moltke,
(impresionante noble prusiano,
luterano y casto,
elegante junker de acerados ojos y atractivo cuerpo  
tenso y fibroso, flexible como pantera rubia),
el capitán de las SS Emil Schmidt,
(alfeñique individuo de rostro frío                     
y barriga cervecera.
Ateo y despiadado,
yo no podía dejar de mirar la calavera
sobre tibias cruzadas
en el negro cuello de su uniforme poluto),
la amante de éste, Katarina Schacht,
(una rubia delgada de aire hastiado,
con cierto aspecto de mujer fatal,
de haber sido cabaretera en el feliz
Berlín de los años 20,
en fin, antigua puta
elevada socialmente
por su amor a la jerarquía;
von Kleist la trataba, creo que con ironía soterrada,
de usted: fraulein Schacht),
y yo, voluntario español
de la gloriosa División Azul
(maldita sea mi estampa),
perdido en centroeuropa
sin haber podido regresar a España.

Allí estábamos los cuatro,
en un punto indeterminado entre Leipzig y Dresde,
aquella primavera de 1945
(“volverá a reir la primavera”),
haciendo un alto, un respiro,
en nuestra huida de las hordas rojas
que no vacilarían un segundo en asesinarnos.
Nos habíamos refugiado en una casita
abandonada y semidestruida, en medio del campo,
para pasar la noche.
Varias semanas escapando
de los rusos y puede que de nosotros mismos,
salvo Schmidt, que no tenía nada dentro,
y que sólo mostraba el instinto de los criminales por sobrevivir.
El coronel von Kleist profundamente avergonzado.
Katarina soñando con un futuro mejor,
la vuelta a su mundo de lujuria y ostentosas joyas.
Yo no pensaba en casi nada.
Los cuatro rodeados durante días y días
de tinieblas y llamaradas (incendios en el horizonte),
del vasto silencio de la destrucción.
Adiviné en Schmidt un rencor, un resentimiento
contra von Kleist, la envidia de los inferiores
hacia los espíritus de una nobleza innata.
Yo deseaba vagamente a Katarina.
Schmidt peroraba continuamente, un charlatán:
“¡Cuánta grandeza! Seremos destruidos,
pero hemos traído a Europa un fin del que nacerá algo nuevo.
¡Nuestro sacrificio no será en vano!”.
Von Kleist callaba.
A mí solamente me obsesionaba un verso leído tiempo atrás,
un verso de un poeta español,
andaluz, rojo y maricón:
la pura belleza tranquila de la nada.
Nos fuimos a dormir.

Días después me separé de ellos.

No sin dificultades, logré regresar a España.

Al año siguiente, en Madrid,
por una de esas casualidades azarosas
que sólo se dan en las novelas,
me encontré con Katarina.
Se había refugiado en España,
un país fascista que no hacía muchas preguntas.
Tomamos algo en una cafetería soleada.
Charlamos largamente.
Me contó que un día,
después de que yo les dejara,
hubo una fuerte discusión política
entre el coronel y el capitán.
Schmidt descerrajó un disparo en la cabeza de von Kleist.
Aquello estuvo muy mal.
Posteriormente Schmidt abandonó a Katerina a su suerte.
Un tipo de cuidado, ese Schmidt.
Ella nunca supo el destino
de tan destacado miembro
de las SS.

Katarina había adquirido una imprevista elegancia.
La vi más seria, más madura, más profunda.
Su belleza delgada y austera le daba
una cierta apariencia de pureza.
Aquella noche en Madrid
hicimos el amor con una furia triste.

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