martes, 5 de julio de 2011

Relato "UNA VISITA AL MARQUÉS DE SADE".

     En una brumosa mañana de marzo de 1783 el reverendo padre Jean d'Alencourt acude a la prisión de Vincennes para realizar una temida, y en el fondo deseada, visita a Donatien-Alphonse-François, marqués de Sade. El cielo grisáceo, entreverado de celajes finos como puñales de hielo, crea cierta atmósfera similar a una campana gigantesca de ambiente triste que envuelve la llanura en la que los colores no brillan, apagados por la uniformidad mortecina de tonos plúmbeos que parece dominar el paisaje entero. El religioso desciende de su carruaje y se dirige a la entrada del castillo que ahora sirve de cárcel. Antes de introducirse en el recinto, se fija en las torres, en la configuración de la fortaleza, de piedra blanquecina, y en el bosque cercano, una masa verde oscuro, quieta, silenciosa. El conjunto ofrece un aire medieval y solitario. Tras identificarse, es conducido al interior del castillo por laberínticos pasadizos que han de llevarle a la presencia del prisionero, ese monstruo de maldad que tanto ha escandalizado con su vida y sus escritos hasta terminar por hundirse en la ignominia y el crimen. Al padre Jean se le figura que los pasillos, oscuros y algo húmedos, pudieran dirigirse a unas catacumbas ominosas, a un secreto innominable.
     Por fin d'Alencourt entra en la celda de Sade. El guardia queda fuera, a la espera. El sacerdote ve a un hombre macilento, demacrado, puede que debido a las circunstancias del encierro o acaso porque al marqués la vida de depravaciones y corrupción le ha acarreado consecuencias físicas. La habitación no está mal, en realidad. Amplia, bien cuidada, dispone de una cama aceptable. A lo largo de una pared una estantería contiene varios libros, y, al lado, una mesa sencilla hace las funciones de escritorio, repleta de papeles y manuscritos. Sólo dos pequeñas ventanas, trabadas de barrotes gruesos, revelan el carácter carcelario de la estancia. El cura se considera un hombre directo y franco, así que comienza a hablar sin más preámbulos:
     -Marqués, vengo para ayudar en lo posible a vuestra atribulada alma, si os arrepentís y aceptáis la misericordia de Cristo -dice con firmeza y bien templada voz varonil.
     Sentado en una silla rústica, Sade contempla a su visitante. Piensa que la palabra que mejor definiría al cura sería la de redondez. Sacerdote vestido con un sencillo hábito frailuno, su orondo perfil indica una predilección por la gula. Pero Sade prefiere imaginárselo en plena violación de la virginidad de una candorosa muchachita, o mejor, de una novicia inexperta. Tras los instantes de silencio impuestos por estas reflexiones, responde:
     -Os lo agradezco, padre, pero veréis, hay un pequeño problema. No creo en Dios ni en vuestra moral...
     -Me habían hablado de vuestro ateísmo fanático -interrumpe el sacerdote-, pero ¿nunca habéis sentido la necesidad de creer en algo más que en la grosera materia?, ¿no sentís nostalgia de las bellezas y promesas de nuestra religión?
     -En absoluto, buen señor, sólo la materia existe, y los placeres infinitos que proporciona antes de disolverse en una muerte absurda -las palabras suenan desencantadas, colmadas de un hastío agotador.
     -Pero, ¿y la esperanza en la vida eterna?, ¿y los ideales, el amor? Todo esto, ¿no significa nada? -algo como una súplica tiñe las frases de d'Alencourt.
     -¿Ideales? Os diré los míos: coños, culos y vergas, no necesariamente en este orden. En tales órganos, hermosos y hechos para el placer, al que sirven de forma tan adecuada, se condensa toda mi filosofía -esta vez Sade haba en un tono más fuerte y más lento, escupe las palabras impulsado por un resentimiento indefinido, cercano al odio en intensidad.
     El cura retrocede. Su cara circular y llena expresa un asombro sin tasa, los ojos abiertos ante el escándalo. Sin embargo, tras unos segundos cree reponerse y replica:
     -Vuestras enormidades son vacuas y vulgares, además de asquerosas. ¿Pretendéis provocarme? Incluso vuestro pervertido corazón habrá recibido en algún momento los beneficios de un amor limpio y honorable...
     -Sí, hace ya tanto tiempo... Pero luego comprobé que todo era mentira, todo es mentira. Hoy, lo más próximo que siento al amor es poder azotar las blancas y suaves nalgas de una joven hasta hacerlas sangrar en medio de horribles llagas...
     -¿Cómo?, ¡¡canalla!!
     -...fundir los efluvios de mi placer con la sangre de una putilla que goza en el sufrimiento, en los dolores de las sevicias... sangre y semen, placer y crueldad, ¿no lo habéis probado, padre? Os lo aconsejo muy sinceramente.
     -¡Sois incorregible, un aborto de humanidad! ¡El libertinaje y las nocivas doctrinas de los filósofos más alejados de Dios han debido de destruir vuestra mente!
     -Simplemente quiero llegar más lejos, más allá, donde nadie se ha aventurado. Conocer las delicias del cielo y del infierno en esta tierra... probar todo.
     El padre Jean nota que le invade un vago mareo de asco o de repugnancia. En su ya larga experiencia se ha enfrentado con otros libertinos, pero éste supera cuanto ha conocido, cuanto ha imaginado. Un sudor frío comienza a perlar su ancha frente.
     Sade se levanta y avanza hacia el religioso. Tomándole con suavidad del codo, añade:
     -Buen sacerdote, ¿no se os ocurre mejor modo de aprovechar el momento que esta conversación estéril, sin objeto? Animaos, seguro que vuestro trasero albergará con júbilo a mi necesitado y aburrido miembro, que, con las severas restricciones impuestas en este lugar, ha de conformarse únicamente con los tristes e insípidos placeres del onanismo -y ríe con una carcajada carente de alegría, hueca, vacía, una risa débil y sarcástica que es propia de algo no humano. La carcajada artificial de un autómata debe de ser así, piensa d'Alencourt en una ráfaga que él mismo no se puede explicar.
     Abrumado y lleno de vergüenza, el padre Jean decide despedirse, huir:
     -Adiós, marqués, no tenéis remedio. Que Dios, en Su infinita misericordia, os ayude y perdone. Yo no puedo.
     -Meteos a vuestro Dios por el culo... acaso os plazca... y sería una nueva y bonita forma de comunión, ¿no creéis?... ¡ah, los hallazgos de la mística! -repite la risita seca, mecánica, que su voz cascada y cruel se complace en emitir.
     El sacerdote hace señas al guardia y abandona la celda con prisa, mareado. Vuelve a pasar por los mismos corredores y pasillos que a su llegada, sólo que ahora se le antojan, no sabe por qué, recubiertos de un fluido caliente y pegajoso. Sale fuera del castillo y todo continúa sumido en idéntica atmósfera, de opaca niebla heladora. Tiene la risa metida en los oídos, y quizá nunca desaparezca del todo.


(I-2010)