FAMILIA POLÍTICA
A despecho de la célebre frase inicial de Ana Karenina, no todas las familias felices tienen por qué parecerse. Claro que la felicidad puede ser aparente, o albergar inesperadas vetas de tensión.
El hogar de nuestros padres (paraíso de la infancia donde mi hermano Jaime y yo pasamos acaso las más tiernas horas) estaba en el mejor barrio de Zaragoza, rodeado de la vecindad, plena de sobreentendidos y reglas pulcras, de la más destacada burguesía local. Mi familia (una modesta dinastía de pequeños comerciantes, alejados de la política) había prosperado con notoria tranquilidad, en la España de las últimas décadas, adoptando, conformes y de buena gana, los supuestos y querencias del Régimen, como el catolicismo, bien que tranquilizador y sereno; un cierto nacionalismo español; un respeto, no exento de verdadero cariño, por las nociones de orden y jerarquía; y una consciencia conservadora, todo hay que decirlo, de los valores y privilegios de nuestra clase, entendida como un estamento fijo e inalterable.
Mi hermano Jaime se había ido a trabajar a Barcelona, donde conoció a su esposa, Eva, mientras yo terminaba mis estudios en la Universidad Pontificia de Comillas. No obstante, mi hermano, hace ya tiempo, en parte por su alejamiento físico de la familia (que luego demostró ser también, en cierto modo, un alejamiento espiritual), en parte por las nuevas relaciones y experiencias a las que le condujo su trabajo, ha asimilado admirablemente casi todos los tópicos y prejuicios del izquierdismo progresista de los últimos treinta años. Me gusta creer que cada uno es libre de elegir su sistema de ideas, y, como en nuestros padres y en mí mismo ha acabado prevaleciendo el componente liberal sobre el meramente conservador (comprensiva apertura de mente que en último término, se ha revelado como una forma de escepticismo o irónica indiferencia), estas diferencias con mi hermano nunca han supuesto motivo para enfrentamientos graves, sino más bien para entretenidos momentos de esgrima dialéctica con que sobrellevar algunas tardes aburridas o demasiado silenciosas, o para hacer palpables las diferentes personalidades de cada miembro de la familia.
He dicho que estudié en la Universidad Pontificia. Completo la información aclarando que las carrreras que cursé fueron Derecho y Teología. La primera fue por una cuestión esencialmente práctica, para labrarme un futuro, como se suele decir, mientras que la segunda respondía a una necesidad íntima (según mis padres, a un capricho extravagante). Creo que era Thomas Mann (¿o uno de sus personajes?) quien, en Doctor Faustus, definía a la Teología como la ciencia más sublime, por sus objetivos casi inalcanzables: estudiar, si es posible, a Dios, el Ser más increíble de la literatura fantástica según dijo Borges, no sin cierta irreverencia. No se confunda esto con que yo sintiera una vocación religiosa, se trataba mejor de una especie de reto intelectual, quizá una modesta provocación de dedicarme a lo más oculto e innominado, secreto e inútil. En todo caso, mi fervor nietzscheano me hacía consciente de estar estudiando un vacío, un nombre, una nada, pero una nada que tal vez, destruyendo cualquier previsión, pudiera existir realmente. Mi dedicación intelectual a la divinidad tenía algo, pues, profundamente irónico (y, por tanto, nietzscheano, quiero suponer).
Además, quizá contradictoriamente, me gustaba tratar de conciliar Eros con el Dios único y verdadero, como uno de esos cardenales neoplatónicos del Renacimiento italiano, me atraía poder conjugar el deseo de belleza, vida y placer con el Misterio del sacrificio de Cristo. Por ello a lo mejor coincidieron mis estudios de Santo Tomás de Aquino y de Spinoza con el conocimiento de Isabel y la consolidación de mis relaciones con ella. La que se convirtió con increíble rapidez en mi novia oficial es una chica modesta, no muy atractiva, si he de ser sincero, más bien bajita y delgada, de formas huidizas, imperceptibles, con gafas perpetuas de concha anticuada, estudiosa y formal, de pelo corto castaño, tímida y escasamente activa, se deja llevar y parece que me quiere, lo que ya fue motivo suficiente para hacerla objeto de mis deseos amorosos. Justo unos meses antes de conocerla, mi hermano, que hacía ya un lustro que vivía en Barcelona, donde había ido a trabajar como asesor financiero (estudió Económicas), nos dio la sorpresa de su boda con una chica con la que, al parecer, llevaba viviendo varios meses. Este dato ya fue significativo de un probable cambio en su mentalidad. Cuando conocimos a Eva, nos encantó enseguida con su carácter abierto, su alegría, una aptitud burlona que relativizaba casi todo. Hija de unos burgueses que a su dinero habían añadido el prestigio de una adecuada militancia en la gauche divine barcelonesa, su belleza era también considerable, aunque no respondia a los tópicos sobre las muchachas catalanas de buena familia (¿rubias y delicadas?, puede que yo estuviera excesivamente influido por la “Teresa” de Marsé), de hecho su cuerpo rotundo y potente sí tenía algo de la morena sensualidad mediterránea. Su rostro, anguloso, de pómulos salientes y mandíbulas duras y marcadas, alumbrado por el fuego negro de sus ojos oscuros, ejercía un atractivo poderoso que llegaba a producir algo de miedo o temor en los que la admirábamos, porque era una hermosura misteriosa, un punto viril, profunda, como oscura o inquietante, no en vano Rilke escribió que lo bello es el comienzo de lo terrible.
La verdad es que me sorprendió que mi hermano lograra enamorarla. Jaime es, debo decirlo, frío, excesivamente racional, duro, seco, con su pelo castaño claro, casi rubio, muy corto, y con sus pequeñas gafas circulares de gris montura metálica, tiene un aire de intelectual (¿o comisario político?) nazi o soviético de los años 30. En todo caso siempre me ha parecido un hombre alejado de las pasiones, de las más elementales demostraciones de cariño o ternura. Un hombre poseído por la propia consciencia del valor de su mente pura y helada, elevadísima. Y Eva se me figura como la encarnación de la sensualidad, de las potencias más orgánicas, instintivas, de la vida...
Recuerdo a mi cuñada el día de su boda. En su blanco traje de novia, puede que con un escote demasiado generoso y algunas transparencias atrevidas (como quien consiente plegarse a la tradición pero guardándose el derecho de un último acto de rebeldía), un precioso vestido entallado que parecía querer revelar, a la vez que lo escondía, el cuerpo joven, duro, flexible, turbador. La ceremonia fue por la tarde, y, después de la cena, acudimos a una discoteca (moderna costumbre un tanto vulgar). Aturdido por la horrible música de baile contemporánea (y al utilizar la palabra “música” hago una concesión al espíritu de mi tiempo), y por el alcohol, me acerqué a Eva. Queriendo representar el papel de cuñado gracioso y simpático, e impulsado por cierta estupidez que suelo mostrar en momentos conspicuos, le espeté:
-¿Tú no serás de las mujeres que arrastran a los hombres a la perdición?- imitando el tono duro de los detectives de Chandler, por ejemplo.
Ella fue comprensiva, y en cierto modo siguió el juego:
-No creo, y más te vale, pues me acabo de casar con tu hermano.
Intenté arreglarlo:
-Es que no se puede conquistar una belleza como tú y salir indemne.
Se rió, con una de esas risas francas y encantadoras de las que sólo ella posee el secreto. Y en ese momento descubrí, con asombro, que la deseaba. Y creo que ella leyó el deseo en mi mirada, y que se dio cuenta de que yo me daba cuenta. Desde entonces mi relación con Eva fue ambigua, incómoda, falta de naturalidad, presidida por cierta tensión irresoluble.
Eva suele tomarme el pelo llamándome “teólogo”. Un día que estábamos solos me preguntó:
-¿Y tu Dios condena el sexo?- y sonreía malévola y divertida.
Quise fingir una voz neutra, distanciada, pero me temo que salió velada por una inconfesada emoción:
-No, mi Dios es también el sexo, habita en la delicia...
Y en ese momento su expresión se volvió seria, inquisitiva. Y me acarició la mejilla con gesto que quería ser fraternal, pero que realmente no me lo pareció, y me retiré. Fue uno de esos instantes misteriosos en las relaciones humanas, en los que se insinúa algo prohibido o ilegal como un incesto, pero asimismo una posibilidad de futuro inefablemente hermosa.
Han pasado varios meses y nada ha cambiado. Quizá lo que creí intuir o apreciar fue sólo un diabólico delirio de mi deseo que se complace en torturarme con trampas psicológicas y falsas esperanzas. De todas formas, sólo veo a mi hermano (y a Eva) tres o cuatro veces al año. Mientras, continúo obsesionado, malviviendo con los celos que me causa pensar en mi hermano poseyéndola, mi frío y seco hermano gozando ese cuerpo que es una herida en mi alma, en mis sentidos. Incluso he llegado a ciertas cimas de perversidad, deseando que Jaime sea un canalla, que la traicione o la maltrate (también en las familias progresistas nace el mal), si ello la conduce a mis brazos anhelantes.
Hace dos meses que vivo solo en un apartamento en las afueras de Madrid. He empezado a trabajar de pasante en un bufete más o menos prestigioso del centro. Isabel vive a media hora en coche de mi casa, y cada vez me visita con más frecuencia. Medio en broma, mis padres ya hablan de mi seguro enlace para el año próximo. Pero nunca podrán saber que cuando hago el amor con mi dulce e insípida e inocente Isabel, fuerzo a mi imaginación y a mi voluntad para crearme la ilusión sensual de que mis órganos se funden con los de otra, con los miembros que sospecho fluidos e insoportablemente suaves de Eva, y así, en las penumbras sudorosas de mi intimidad con Isabel, la traiciono, pues toda la potencia de mis sentidos está dirigida, proyectada, hacia mi recuerdo excitado del cuerpo fantasmal de Eva, y son las risas sofocadas y las palabras ligeramente húmedas de Eva las que mis oídos escuchan en los momentos de mayor exaltación y vértigo...
Puede que la única solución sea que este deseo o pasión se vaya evaporando, como un tibio calor que se escapa sin remedio, y que llegue a conformarme con la dulce Isabel. Confiaré en la labor destructora e implacable del tiempo, en la fuerza de la costumbre, en la lejanía física y las ausencias temporales de Eva. Hasta los más fuertes sentimientos desaparecen, quedan asumidos, eliminados, por el torbellino del tiempo que todo lo borra con la colaboración eficaz, exacta, del olvido. Y, recuperando las enseñanzas de algunas teologías no muy ortodoxas, llegará el momento seguro en que nuestra personalidad se disolverá, aniquilada en Dios, en la Nada suprema...
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