sábado, 19 de mayo de 2012

Relato "ÉXTASIS DE SANTA TERESA, POR BERNINI"

(Habla Santa Teresa):

     Aquí, transfigurada en mármol por el arte del maestro Bernini, como en una de esas metamorfosis del pagano Ovidio, pero en un mármol lácteo, dúctil como una carne flexible que vibra y siente su propia voluptuosidad… Vosotros, quienes me visitáis en esta modesta iglesia romana, no sabéis la dicha de estar eternamente herida de amor. Ante vuestros ojos sólo somos figuras estáticas, pero desconocéis que mi carne de mármol sigue engolfada en Dios perpetuamente, en este instante fijo e inacabable de gran gozo, de orgasmo en Dios, por medio de Dios, que me atraviesa e inunda de Su Amor, hasta la última fibra de mi cuerpo… Ángel mío, hunde tu flecha en mi corazón, convierte mi corazón en un grande sexo, en un sexo de amor que late… ya que tu dardo es de Dios, y siendo Dios, ¿no ha de ser por fuerza el mejor amante? …la summa teologica del placer, la totalidad universal del gozo y del amor, en este momento entrando y navegando por mi cuerpo y mi alma… sí, quémame suavemente, como sólo Nuestro Señor sabe, el delicado toque, la punzada de dolor que va transformándose en fuego celestial, ese fuego deleitoso que anima el mundo… Oh, ángel de éxtasis, divino mensajero que portas el venablo que da vida matándome en un placer inmenso, casi imposible de soportar si no fuera porque él mismo gradúase con inteligencia suprema, parándose y reanudándose con infinito modo y ciclo… oh, ángel de cuerpo hermoso, prosigue con tu ataque a mis órganos ya flojos y deshechos de amor y con ansia de ser empapados por divinos licores… ah, cómo renuevas las llagas que me infliges, las regaladas heridas que destrozan mi cuerpo para reconstruirlo en la forma de una preciosa joven suspendida o flotante entre temblores, envuelta en la mano de Dios, por el cuerpo inagotable de Dios, mi alma aniquilándose…

(Habla el ángel, para sí, sin que Teresa le oiga):

     Goza mientras puedas, incauta Teresa, saborea cada gota del placer que te corroe. Ya que cada punzada de mi arma abre inacabables puntos de dicha en ti, disfrútalos mientras los crees eternos. Mientras pienses que son demostraciones del supuesto amor de tu supuesto Dios. Llegará el momento en que incluso esta misma escultura que habitamos se desgaste, se destruya, con el paso implacable del tiempo tiránico. Y, entonces, tú y yo desapareceremos. No puedes saber todavía, y no quiero que conozcas,  que no soy sino el heraldo del sexo, de la muerte y de la nada, y que el éxtasis de placer que te traigo es sólo el impulso sexual que la Naturaleza cruel (único Dios real) se complace en regalarte por ahora como perversa ironía. Goza, Teresa, en tus miembros atravesados por el fuego del furioso orgasmo, hasta que descubras que todos estos sentimientos y sensaciones, todo el amor del cosmos, son únicamente la trampa que Natura utiliza, la ingeniosa añagaza para que los seres continuéis creyendo y esperando…



"SIGMUND FREUD: UNA BIOGRAFÍA PARALELA"

FREUD, SIGMUND. Libertino, psiquiatra, escritor y probable delincuente austriaco (Freiberg, Imperio Austro-Húngaro, 1856 – Londres, 1939).
Nacido en el acomodado seno de una familia vienesa (su padre era un reputado ginecólogo), Freud estudió Medicina, en la especialidad de neuropatología. No obstante, pronto logró celebridad entre los medios frívolos de Viena, debido a sus costumbres disolutas. Al parecer, ya desde su más temprana pubertad manifestó evidentes síntomas de una poderosa monomanía erótica, que nunca llegaría a controlar. Ciertos ambiguos textos del propio Freud (en su cínica autobiografía Años de juventud. Descubrimiento del análisis por medio de las orgías) han servido para que sus biógrafos hayan especulado sobre una relación turbia, si no directamente prohibida, del Freud de unos catorce años con su hermana Klara, de doce. Esta tortuosa experiencia, que culminó con el no del todo aclarado suicidio de Klara cinco años después, debió de marcar a Freud, junto con el descubrimiento del ateísmo (a través de la filosofía de Schopenhauer). Todo lo cual le condujo a un escepticismo nihilista, por un lado, y a un epicureísmo escandaloso y amoral, por otro. De acuerdo con algunos testimonios de la época, sus fiestas nocturnas y semiclandestinas en un lujoso piso de la Kaiserwilhelmstrasse fueron célebres entre los ambientes crapulosos de Viena. En estas fechas debió de comenzar su adicción a la cocaína. Pese a todo ello, consigue doctorarse con éxito en 1881, en la rama de neuropsiquiatría, y unos meses después se casa con Anna Adler, joven y perversa damita perteneciente a la baja aristocracia rural austriaca, que sería, hasta su muerte en 1928, una compañera fiel e ideal en sus depravaciones. En 1883 Freud se vio envuelto en el asunto Heidofer. Consistió en el hallazgo de un cuerpo decapitado y con inequívocas señales de haber sufrido torturas, descubierto tras la denuncia de cuatro adolescentes de clase baja, de ambos sexos, que, al parecer, habían logrado huir de una espantosa ceremonia. Salieron a relucir varios nombres, el de Freud entre ellos.

     Buscado por la Justicia de su país, Freud huye a Londres en la primavera de 1884, en compañía de Anna. Sus primeros años en Inglaterra son confusos, la escasa información fiable se mezcla con la leyenda. Según datos de determinados investigadores, y del propio Freud en sus citadas memorias, consigue establecerse en una casita del barrio de Bloomsbury, donde abre una consulta psiquiátrica con nombre falso: doctor Ernst Dowson. Atiende enfermos mentales, neuróticos, psicópatas, etc., y llega a labrarse una sólida reputación entre la sociedad más selecta. Destaca en especial el extraño caso, puede que colindante con la esquizofrenia, del doctor Henry Jekyll, en 1885-86, que tuvo un final incomprensible y trágico. Según algunos informes policiales secretos, no conocidos hasta 1963, también Freud fue considerado como sospechoso en los indeciblemente crueles asesinatos de prostitutas de Whitechapel, en 1888, aunque no se llegó a probar su participación. Los periódicos de esa época dicen que asimismo el doctor Freud (mejor dicho, Dowson) trató, hacia 1895, el caso de un tal Dorian Gray, joven dandy y libertino al parecer obsesionado hasta la locura con un retrato que de él había pintado el conocido artista Basil Hallward. El asunto se cerró de forma oficial tras los sucesivos fallecimientos de ambos, el pintor y su modelo, en breve lapso y en circunstancias particularmente ominosas.

     Conforme a las palabras de Freud (en su mencionada autobiografía) y a las de varios testigos, durante todos estos años compatibilizó su actividad médica con la vida (evidentemente subterránea) de excesos y placeres oscuros, siempre en los dudosos límites de la legalidad, inconfesables. Aunque con el paso del tiempo, se cree que cada vez fue conformándose más con la cómoda vida de burgués apacible. Si hemos de aceptar su palabra, llegó a considerar a Anna y a la cocaína como estímulos suficientes para satisfacer sus sentidos otrora insaciables.

     En el transcurso de estos años, a medida que disminuían las orgías, desde 1890 hasta 1925, escribió numerosos volúmenes. Son textos extraños, de notable valor literario, aunque muy discutibles desde los puntos de vista filosóficos y científicos. En ellos introduce nuevas teorías psicológicas, mezcladas con reflexiones históricas y culturales, que en conjunto ofrecen una original y poderosa crítica de la civilización. Destacan por el papel predominante y obsesivo de la sexualidad, mostrada en toda su crudeza con especulaciones obscenas, con ideas de una perversión nunca vista hasta entonces. Además del libro autobiográfico tantas veces ya nombrado, póstumo, de 1942, éstas serían algunas de sus obras más características (damos primero la posible fecha de escritura y luego, la de su publicación): Izquierda y derecha en sentido extramoral (1891, 1917), El malestar en la cultura (1896, 1916), Tótem y tabú (1901, 1920), Disertaciones epistemológicas sobre el pene y la vagina (1912, 1931), etc.

     En 1914, aprovechando la coyuntura del estallido de la Gran Guerra, y la consiguiente ruptura de relaciones entre el Reino Unido y el Imperio Austro-Húngaro, y suponiendo que los delitos que le pudieran achacar ya habrían prescrito en cualquier caso, Freud decide revelar su verdadera identidad, al mismo tiempo que adquiere la nacionalidad británica. Y es entonces, sintiéndose protegido, escudado por sus crecientes fama y prestigio cuando se atreve a publicar sus ensayos y tratados. No sin que originaran un considerable escándalo, aunque el apoyo público de ciertos renombrados escritores e intelectuales (como D. H. Lawrence, Arthur Schnitzler o James Joyce) impidió que su reputación quedase afectada.

     Tras la muerte de Anna (en 1928, como ya hemos dicho) Sigmund Freud pasó los últimos años de su vida tranquilamente dedicado, al menos en apariencia, sólo a la escritura y a la divulgación de sus teorías. Fallece de una apoplejía en su casa londinense el 4 de mayo de 1939. Únicamente después de la edición de Años de juventud y de la Correspondencia (1947), sus biógrafos empezaron a descubrir e investigar el lado oculto de su trayectoria.

Relato "CENA CON UN CURA"


     La cena en casa de los Pérez había comenzado sobre las nueve y media. Estaban presentes los dueños y anfitriones (don Pablo y su esposa, doña Inés) y la hija de ambos, la encantadora señorita (aunque con cierta fama de casquivana) Lucía, y, como invitado, un sacerdote, el padre Damián, nuevo párroco del barrio, hombre bastante joven para como se estilaban los religiosos por entonces en aquel elegante barrio madrileño.

     La presencia del cura había sido una ocurrencia de doña Inés, que con el tiempo se había vuelto un tanto beata, aumentando su interés por la religión en una relación directamente proporcional a cómo había decaído su afición por el sexo, para desgracia de don Pablo, quien no obstante había resuelto sus necesidades con la ayuda de cierta amante, notablemente más joven y, por qué no decirlo, más atractiva y menos melindrosa que su un tanto extenuada y envejecida esposa, eso sí, santa y casta.

     Don Pablo había accedido, pues. Además, esto le daba la ocasión de practicar una de las actitudes que más le divertían: la de anticlerical redomado o, como él mismo decía, comecuras, lanzando sarcasmos y chistes francamente irreligiosos cuando no próximos a la irreverencia. Consideraba que era una diversión en el fondo bastante inocente, y, qué demonios, le gustaba poner en apuros o en compromiso a uno de esos cuervos. Pero hay que constatar que cuando el sacerdote se presentó en su domicilio, don Pablo, que no le conocía en persona, quedó sorprendido ante el aspecto del hombre de Dios. Esperaba uno de esos curas ancianos, inofensivos y de escasa formación, y se encontró con un tipo apuesto, alto y fuerte, de facciones regulares y duras, como talladas a hachazos, y pelo negro cortado a cepillo, de unos treinta y cinco años, y que, en sus maneras de hablar y comportarse, y en ciertas frases con las que comentó la biblioteca de la casa, dejaba ver a las claras que se trataba de un hombre de cierta cultura y de mundo, si esto no resulta una contradicción para un ser entregado a eso que llamamos divinidad.

     En cuanto a la jovencita Lucía, su presencia en la cena se debía a una exigencia de sus padres, pero cuando supo que el nuevo párroco era el invitado, accedió por cierta curiosidad que nos podemos atrever a calificar de malsana. En efecto, unos días antes, mientras estaba en una terraza con unas compañeras, había pasado por allí el cura, y su amiga Anita había explicado quién era ese tipo con aspecto de galán de cine (iba vestido de sport, sin nada que delatara su condición religiosa). Lucía y sus frívolas amigas celebraron, entre risas y alguna alusión equívoca, la peculiar y llamativa belleza varonil del curita, o, como dijo la pérfida Anita, de ese pedazo de cura, que qué lástima de hombre, qué desperdicio...

     En fin, que la cena había comenzado bien, con un ambiente bastante relajado y de buen humor. La verdad es que el cura era atractivo y sorprendente, y, probablemente sin desearlo él mismo, se había convertido en el centro fascinante de la cena, de la reunión que en principio parecía iba a ser protocolaria y un tanto aburrida. Era excelente conversador, con su voz fuerte y bien modulada, y sabía imprimir a sus palabras determinada ironía sutil, como si no creyese demasiado en lo que decía o no tuviera apenas importancia. Don Pablo intentó alguna de sus pullas contra los sacerdotes, pero obtuvo como respuesta la franca risa de don Damián, que añadió:

     -¡Vaya, ese chiste de curas no lo conocía, y créame que ya me sé unos cuantos!
    
     Don Pablo y su familia estaban boquiabiertos. Nunca habían conocido a un cura semejante, incluso ni sospechaban que pudiera existir. Don Pablo, más por no rendirse que por convición, dijo:

     -Pero ustedes, los curas, jamás tendrán un conocimiento exacto de... digamos, si me permite, la pasión amorosa, sí...exacto....y, por tanto, cómo pueden juzgar, ¿no dijo Cristo: “no juzguéis y no seréis juzgados”?, ¿no lo negará, eh, padre...?

     Don Damián sonrió con esa sonrisa suya que se veía era característica en él, sólo media comisura de los labios, en el lado derecho de la boca. Sonrisa irónica que, en otro hombre menos encantador, hubiera resultado incluso ofensiva por lo displicente. Apuesto, atrayente y un poco cínico, parecía uno de esos abates libertinos del siglo XVIII francés.

     El sacerdote esperó unos instantes en el silencio que él mismo había creado, como sopesando lo que iba a contar, lo que debería decir y lo que tendría que callar, y qué palabras y tono serían los más apropiados. Empezó su relato, con una nota imperceptiblemente más seria en su voz:

     -Usted, don Pablo, permítame que se lo diga, también juzga, con demasiada ligereza. ¿Quién le asegura que los curas no tengamos, algunos al menos, ciertas experiencias digamos vitales? No todos somos curas desde niños. Yo, por ejemplo, soy una vocación tardía. Me ordené hace cuatro años, y tengo ya treinta y seis. Bueno, pues he de confesarles que en mi juventud fui atraído, sí, no se asombren, por el mal. Era un joven de mi tiempo, perfectamente ateo, y gracias a ciertas lecturas, de Nietzsche o de Céline, logré carecer de fantasías de moralidad. Llegué a considerarme un hombre superior, fuera del alcance de los prejuicios de la moral, sin que los remordimientos me afectaran en lo más mínimo. Pensaba que la conciencia y la ética no eran más que un juego del lenguaje, unas ideas que los sacerdotes y los poderosos habían elaborado para dominar a la gente. Dios era un fantasma creado en momentos de confusión y pánico. He de reconocer que el inmoralismo era muy útil, además, para llegar a cotas excesivas en mi vida erótica. Simplemente buscaba los placeres, los más refinados o complicados o perversos, sin la menor consideración hacia las chicas que caían bajo mis artes sofisticadas… Conocí los goces más sádicos y delirantes, el placer divino (entonces me lo parecía) de poder hacer daño, de causar sufrimiento. El sabor del mal producía un agradable temblor en mi alma. Llegué a paladear el estupro, la violencia...

     En este punto, el rostro de don Damián aparecía completamente distinto, ferozmente contrahecho, como bajo una extraordinaria presión psíquica, y hablaba ya como para sí mismo, como si estuviera aislado, confesándose algo demasiado doloroso, algo en lo que la familia presente no jugaba ningún papel, ni siquiera de oyentes. En ese instante, el sacerdote se encontraba totalmente solo. La familia estaba absorta, expectante, sin saber qué decir ni qué hacer... La situación era absolutamente extraordinaria.

     Tras unos instantes de incómodo silencio, don Damián pareció reponerse. Pidió disculpas a la familia por su excesiva confesión, que juzgó como algo en cierto modo obsceno, desde luego fuera de lugar. En fin, añadió, no en vano la sabiduría de la Iglesia ha creado la maravilla, psicológicamente necesaria, del sacramento de la Penitencia. Ante el persistente silencio de sus anfitriones, el sacerdote sintió la fuerte e ineludible obligación de remediar el efecto de su discurso, que ahora se le presentaba con las características de un inmodesto alegato, lleno de soberbia y piedra de escándalo. Aligeró su tono y su actitud, como si todo hubiera sido una broma, y continuó:

     -Vaya, veo que les he llegado a sorprender, puede que a preocupar. Bueno, -y con la sonrisa, la cabeza y las manos compuso un exquisito gesto irónico- no se crean todo, creo que, por un prurito de realzar mis pecados, he exagerado un poco, supongo que no fui más que un joven en cierto modo normal, de mi época, ya saben, con esa inmoralidad algo traviesa y en el fondo inocente de la juventud que sólo busca placeres egoístas y sin problemas, sin responsabilidades, creyéndose eterna..., pero cambiemos de tema, por favor, que ya estoy cayendo en los sermones... 

     Y lanzó una breve risita. La familia, queriendo creerle, en parte porque no podían soportar ya más la situación, aceptó de buena gana el cambio de registro en la tertulia, y don Pablo demostró un tacto notable, exclamando, de tales modos y formas que cualquiera hubiera dicho que realmente se encontraba de buen humor:
                     
     -Caramba, don Damián, por un momento nos había engañado, casi nos convence de que usted había sido un sinvergüenza, y perdone la expresión y la franqueza... En fin, sospecho que usted ha sido cocinero antes que fraile, como se suele decir, y creo que en cierto modo es algo bueno, conocer el mal para luego poder combatirlo. Me ha dado una lección, lo admito.

     El cura respondió que no se preocupara, que no tenía importancia, y doña Inés cambió definitivamente el rumbo de la cena, con oportunas y atinadas observaciones acerca del tiempo meteorológico, la comida, los precios y la situación del país, que a dónde íbamos a parar, por Dios, cómo está el mundo. Y la cena prosiguió en excelente y relajado ambiente, en los más ideales términos de amabilidad y buenas costumbres. Sólo en la mente de la joven Lucía brillaba, con las ásperas luces de lo pecaminoso, inquieta y obsesiva, una idea: que este guapo cura conocía, sin duda, los placeres de la carne, y no podía apartar, alejar de sí, la visión del varonil y guapo sacerdote desnudo, haciendo el amor, y se veía a sí misma en sus brazos, y le parecía fascinante, y se imaginó, en un futuro cercano, tentando al servidor de Dios con su cuerpo, y pensó que él no podría resistirse, al fin y al cabo era un hombre, y la jovencita Lucía sonrió maliciosamente y empezó a pergeñar un plan...          

Relato "EL QUE ACECHA EN LA CIUDAD"

     El hombre contempla la ciudadela desde lo más elevado de la gigantesca torre defensiva situada extramuros. En medio de una noche absoluta, sus ojos pasean, complacidos, por las innumerables luces que titilan en toda la ciudad hasta más allá de donde llega la mirada. El hombre está desnudo, siente el vigor juvenil de sus miembros y músculos, tonificados por el suave aire fresco. Examina las gruesas murallas, y los miles de edificaciones que contienen. Palacios rosáceos de estilo renacentista, poderosos castillos de piedra gris, plazas porticadas, enormes museos construidos con mármol. El hombre disfruta de cada detalle, de cada esquina, de cada escultura, todo perfectamente iluminado por las brillantes y lechosas farolas. Las avenidas y paseos están solitarios, casi vacíos, sólo aquí o allá se distingue algún transeúnte nocturno. El hombre desnudo respira con delectación, sus órganos parecen exigir una combustión o éxtasis, el combate y el sexo que, aniquilando, le dan vida. Sin ser visto, gracias a las almenas de la torre, saborea el placer próximo, retardándolo conscientemente para que luego alcance las más sublimes cotas de dicha. Es hermosa la ciudad o ciudadela, sí, muy hermosa, como sus habitantes, caballeros y señoritas de carnes dulces y ansiosas almas que buscan algo. Una ciudadela perfecta en sus acabados pormenores, y complicadísima, saturada de vida y arte, recuerda a una miniatura gótica, muy hermosa en efecto, el hombre piensa, lástima de su destino, de que yo esté aquí  para cumplirlo, que mi deber sea asolarla con las llamas de la destrucción que brotan en mi pecho, ah, la pena, la melancolía de que sus gentes tengan que caer en mi infierno de goce y muerte… creo ya paladear, como un vino delicado, sus miradas de conocimiento y asombro e intensa delicia antes de ser conducidos a la nada por mis abrazos, por la sangre, el semen y la saliva de mi cuerpo.