martes, 22 de febrero de 2011

DOS MICRORRELATOS

     Ayer el conde **** me invitó por fin a conocer su biblioteca. Ciertamente resulta notable, y justifica su fama legendaria. Según el orgulloso propietario (comprensible vanidad legítima), contiene todos los libros. Me impresionaron en especial los gruesos y casi infinitos volúmenes de la Magna Historia Universalis. Esta singular compilación (de una prolijidad insuperablemente exhautiva) abarca los acontecimientos de la Humanidad entera, desde el comienzo hasta su sorprendente (y triste) final. También incluye las biografías de cuantas personas han existido, así como las de quienes poblarán el limitado futuro. Pude leer la mía, completa y exacta hasta la vergüenza, pero me detuve en el pasaje en que era invitado a conocer la biblioteca del conde ****.

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     La primera frase surgió hace algo más de un mes como una crítica literaria, una forma de advertencia o de consejo. Estaba cómodamente sentado en mi sillón favorito leyendo cierta antología de relatos pulp norteamericanos de los años cuarenta, cuando oí, en la soledad de mi salón, una voz que decía más te valiera dejar esa basura y continuar con las ghost stories de Henry James que tienes pendientes. Desde entonces gozo de las ventajas de un certero asesor en cuestiones estéticas. Es la voz clara, algo grave, armónica, de una sensata mujer que parece rondar los treinta años.

Brahms: Symphony No.1 Mov.IV (Wand) 5/6

Brahms: Symphony No.1 Mov.I (Wand) 1/6

Bach - Cello Suite No. 1 in G Major BWV1007 - Mov. 1-3/6

martes, 1 de febrero de 2011

THE TURN OF THE SCREW (Homenaje a Henry James)

(Habla Peter Quint):

     A los que vivimos después de morir, en un espacio de tinieblas pálidas, en una condenación fría y vacía, nos es dado volver al mundo, si nuestra maldad exige un cumplimiento definitivo, si podemos realizar un último apogeo de la corrupción. Y además necesitamos la materia, a la que añoramos, para poder continuar el amor tras la muerte, mi amor perverso hacia Lilith Jessel.

Ella y yo nos encontramos hace un tiempo en este ámbito de silencio y soledad, sin más fantasmas que nuestras dos almas sucias, mas no lográbamos el contacto anhelado, el amargo y violento estrechar de los cuerpos. Nos mirábamos sin ojos, fundíamos las conciencias, pero nos faltaba algo, la carne en que expresar el éxtasis. Cierta intuición prodigiosa nos reveló la posibilidad: una sutil infiltración a través de los dos niños que tanto nos quisieron, esos Flora y Miles que seguían viviendo, y a los que habíamos iniciado en el camino de la perdición, en las normas secretas y profundas de esa maldad que es la fuente de los más altos goces, gracias a una depravación gloriosa; aquellos niños que, entre risas, nos vieron cometer los actos más impuros. ¡Qué hermoso es corromper un alma inocente! Y empezamos: fue fácil como un juego. Cierto es que, al principio, la presencia de esa nueva institutriz nos molestó como una intromisión inoportuna. Mas en seguida vimos que podía constituirse en un divertimento, un añadido a la expansión del mal, algo que siempre nos alegra. Con un inapreciable esfuerzo de voluntad, conseguíamos ser visibles para la pobre señorita, y la espantábamos como en un tópico relato de fantasmas, con variados efectos visuales, sonoros, térmicos, en una maravillosa manifestación de creatividad artística. Se volvió medio loca. Mientras, poco a poco comenzamos a controlar las mentes de los niños, y a entrar en sus cuerpecitos. No sé cuál era el máximo placer, si modelar la conciencia de los inocentes, o si meternos en su tibia materia, y así, durante unos minutos, yo en Miles y Jessel en Flora, poder entregarnos a las más salvajes formas de un sexo asqueroso, más infame aún al realizarse mediante dos cuerpos infantiles. Y era muy gracioso ver las tiernas almas de Flora y Miles (al lado de las nuestras, compartiendo el mismo espacio) atónitas ante los inmensos placeres que les eran revelados. Todavía no sé si llegaron a saborear alguna onda de nuestros orgasmos. Pero, por una ley desconocida, tales fornicaciones únicamente duraban unos instantes, y Jessel y yo debíamos salir de los niños, a los que, no obstante, nos era permitido regresar al día siguiente. Por cierto, una vez la tonta institutriz nos sorprendió, es decir, vio a Flora y Miles copulando, sus bocas emitiendo indescriptibles obscenidades, oyó palabras y gemidos que eran los míos y los de mi Jessel. Horriblemente espantada, separó a los niños, se llevó a Flora y, a partir de entonces, sus sueños fueron húmedos. No se atrevió a asumirlo, tal vez quiso borrarlo de su memoria, en todo caso no dijo nada nunca, ni a la señora Grose ni a nadie, y por supuesto omitió este episodio en su tímido y estúpido manuscrito (que luego sirvió al señor James para componer una célebre novelita).

Un día comprobamos con pesar que no podíamos penetrar más en los niños. Ya no nos servían. En un acceso de furor, acabé con la dulce vida de Miles, ante la estupefacción de la institutriz, que creía poder hacer algo frente a mi potente presencia. Aunque esta enloquecida e ignorante señorita había enviado a Flora a Londres, puede que debido a la erótica escena antes referida, mi querida Lilith Jessel no permaneció ociosa, y, emulándome (¡tal es la fuerza del amor!), a las pocas semanas mató a la niña, con lo que ahora estamos los cuatro en este infierno vacío, en estas tinieblas pálidas, y buscamos nuevos cuerpos  con los que fornicar entre nosotros a través del tiempo interminable.

                                                                  
                                                                               (III-2008)

Yundi Li plays Chopin Nocturne Op. 9 No. 2

sábado, 15 de enero de 2011

PUBERTAD EN PALACETES COMO SUEÑOS (Homenaje a V. NABOKOV).

     Recuerdo mi infancia soñadora y feliz como globos iridiscentes, mi pubertad descubridora y extasiada, allá en el rosado palacete de mármol de mi tío Mitia, en la inolvidable, y acaso ya desaparecida, Ardis. Aquellos veranos de un ocio tranquilo y vivo, rodeado del silencio neto, puro, de los bosques cercanos, ronroneantes moles de olas verdes mecidas por un viento dulce, tibio y fresco al mismo tiempo. En el porche de la mansión coqueta, tumbado boca abajo, apenas consciente de la milagrosa dicha, de la atmósfera del encantado lugar, leyendo Ana Karenina o Madame Bovary (tomados de la biblioteca fértil y oscura de mi tío, confiado desconocedor de mis lecturas), en horas neutras, agradables, sin apenas duración, o con un tiempo intuido como si fuera una conocida, familiar, cinta de terciopelo que pudiéramos recorrer en varios sentidos sin sorpresas y sin aburrirnos.

Fui buen estudiante, por lo que durante esos estíos pude dedicarme a la lectura como goce personal o privado, sin responsabilidades ni deberes escolares (ayudado por la indiferencia elegante y aristocrática, un poco fría, que el tío Mitia mostraba hacia mis asuntos). Hasta que todo cambió un agosto, el de mis catorce años. Sentía el empuje de algo nuevo en mí, unas variaciones deliciosas en el organismo, como un vértigo de miel y tensión que nacía en lo más recóndito y secreto de mi cuerpo en metamorfosis. Y entonces, mi tío anunció que pasaría unas semanas con nosotros mi primita Verashka. Llegó la niña, que resultó no serlo tanto, pese a contar un año menos que yo. El pequeño ciclón lácteo que nutría y vivificaba mis miembros, esa fuerza leve de carne que no sabía dónde saciar su potencia inaugurada, encontró en mi primita el objetivo natural de sus aspiraciones parcialmente románticas y parcialmente materialistas.

Verashka notó su influjo en mí, con la sabiduría innata de su sexo para reconocer las heridas que inflige. Supo jugar con ello y conmigo, con caricias y delicados toques pretendidamente pueriles, siempre en el límite de lo intolerable, de las cosas sucias que ya conocíamos sin nombrarlas, con besos y abrazos suaves que querían ser familiares muestras de afecto, algo que desmentían la excesiva seriedad de sus miradas, el inestable silencio, culpable y húmedo, que envolvía nuestras uniones con la sorpresa de un goce buscado pero nunca explícito.