sábado, 19 de mayo de 2012

Relato "CENA CON UN CURA"


     La cena en casa de los Pérez había comenzado sobre las nueve y media. Estaban presentes los dueños y anfitriones (don Pablo y su esposa, doña Inés) y la hija de ambos, la encantadora señorita (aunque con cierta fama de casquivana) Lucía, y, como invitado, un sacerdote, el padre Damián, nuevo párroco del barrio, hombre bastante joven para como se estilaban los religiosos por entonces en aquel elegante barrio madrileño.

     La presencia del cura había sido una ocurrencia de doña Inés, que con el tiempo se había vuelto un tanto beata, aumentando su interés por la religión en una relación directamente proporcional a cómo había decaído su afición por el sexo, para desgracia de don Pablo, quien no obstante había resuelto sus necesidades con la ayuda de cierta amante, notablemente más joven y, por qué no decirlo, más atractiva y menos melindrosa que su un tanto extenuada y envejecida esposa, eso sí, santa y casta.

     Don Pablo había accedido, pues. Además, esto le daba la ocasión de practicar una de las actitudes que más le divertían: la de anticlerical redomado o, como él mismo decía, comecuras, lanzando sarcasmos y chistes francamente irreligiosos cuando no próximos a la irreverencia. Consideraba que era una diversión en el fondo bastante inocente, y, qué demonios, le gustaba poner en apuros o en compromiso a uno de esos cuervos. Pero hay que constatar que cuando el sacerdote se presentó en su domicilio, don Pablo, que no le conocía en persona, quedó sorprendido ante el aspecto del hombre de Dios. Esperaba uno de esos curas ancianos, inofensivos y de escasa formación, y se encontró con un tipo apuesto, alto y fuerte, de facciones regulares y duras, como talladas a hachazos, y pelo negro cortado a cepillo, de unos treinta y cinco años, y que, en sus maneras de hablar y comportarse, y en ciertas frases con las que comentó la biblioteca de la casa, dejaba ver a las claras que se trataba de un hombre de cierta cultura y de mundo, si esto no resulta una contradicción para un ser entregado a eso que llamamos divinidad.

     En cuanto a la jovencita Lucía, su presencia en la cena se debía a una exigencia de sus padres, pero cuando supo que el nuevo párroco era el invitado, accedió por cierta curiosidad que nos podemos atrever a calificar de malsana. En efecto, unos días antes, mientras estaba en una terraza con unas compañeras, había pasado por allí el cura, y su amiga Anita había explicado quién era ese tipo con aspecto de galán de cine (iba vestido de sport, sin nada que delatara su condición religiosa). Lucía y sus frívolas amigas celebraron, entre risas y alguna alusión equívoca, la peculiar y llamativa belleza varonil del curita, o, como dijo la pérfida Anita, de ese pedazo de cura, que qué lástima de hombre, qué desperdicio...

     En fin, que la cena había comenzado bien, con un ambiente bastante relajado y de buen humor. La verdad es que el cura era atractivo y sorprendente, y, probablemente sin desearlo él mismo, se había convertido en el centro fascinante de la cena, de la reunión que en principio parecía iba a ser protocolaria y un tanto aburrida. Era excelente conversador, con su voz fuerte y bien modulada, y sabía imprimir a sus palabras determinada ironía sutil, como si no creyese demasiado en lo que decía o no tuviera apenas importancia. Don Pablo intentó alguna de sus pullas contra los sacerdotes, pero obtuvo como respuesta la franca risa de don Damián, que añadió:

     -¡Vaya, ese chiste de curas no lo conocía, y créame que ya me sé unos cuantos!
    
     Don Pablo y su familia estaban boquiabiertos. Nunca habían conocido a un cura semejante, incluso ni sospechaban que pudiera existir. Don Pablo, más por no rendirse que por convición, dijo:

     -Pero ustedes, los curas, jamás tendrán un conocimiento exacto de... digamos, si me permite, la pasión amorosa, sí...exacto....y, por tanto, cómo pueden juzgar, ¿no dijo Cristo: “no juzguéis y no seréis juzgados”?, ¿no lo negará, eh, padre...?

     Don Damián sonrió con esa sonrisa suya que se veía era característica en él, sólo media comisura de los labios, en el lado derecho de la boca. Sonrisa irónica que, en otro hombre menos encantador, hubiera resultado incluso ofensiva por lo displicente. Apuesto, atrayente y un poco cínico, parecía uno de esos abates libertinos del siglo XVIII francés.

     El sacerdote esperó unos instantes en el silencio que él mismo había creado, como sopesando lo que iba a contar, lo que debería decir y lo que tendría que callar, y qué palabras y tono serían los más apropiados. Empezó su relato, con una nota imperceptiblemente más seria en su voz:

     -Usted, don Pablo, permítame que se lo diga, también juzga, con demasiada ligereza. ¿Quién le asegura que los curas no tengamos, algunos al menos, ciertas experiencias digamos vitales? No todos somos curas desde niños. Yo, por ejemplo, soy una vocación tardía. Me ordené hace cuatro años, y tengo ya treinta y seis. Bueno, pues he de confesarles que en mi juventud fui atraído, sí, no se asombren, por el mal. Era un joven de mi tiempo, perfectamente ateo, y gracias a ciertas lecturas, de Nietzsche o de Céline, logré carecer de fantasías de moralidad. Llegué a considerarme un hombre superior, fuera del alcance de los prejuicios de la moral, sin que los remordimientos me afectaran en lo más mínimo. Pensaba que la conciencia y la ética no eran más que un juego del lenguaje, unas ideas que los sacerdotes y los poderosos habían elaborado para dominar a la gente. Dios era un fantasma creado en momentos de confusión y pánico. He de reconocer que el inmoralismo era muy útil, además, para llegar a cotas excesivas en mi vida erótica. Simplemente buscaba los placeres, los más refinados o complicados o perversos, sin la menor consideración hacia las chicas que caían bajo mis artes sofisticadas… Conocí los goces más sádicos y delirantes, el placer divino (entonces me lo parecía) de poder hacer daño, de causar sufrimiento. El sabor del mal producía un agradable temblor en mi alma. Llegué a paladear el estupro, la violencia...

     En este punto, el rostro de don Damián aparecía completamente distinto, ferozmente contrahecho, como bajo una extraordinaria presión psíquica, y hablaba ya como para sí mismo, como si estuviera aislado, confesándose algo demasiado doloroso, algo en lo que la familia presente no jugaba ningún papel, ni siquiera de oyentes. En ese instante, el sacerdote se encontraba totalmente solo. La familia estaba absorta, expectante, sin saber qué decir ni qué hacer... La situación era absolutamente extraordinaria.

     Tras unos instantes de incómodo silencio, don Damián pareció reponerse. Pidió disculpas a la familia por su excesiva confesión, que juzgó como algo en cierto modo obsceno, desde luego fuera de lugar. En fin, añadió, no en vano la sabiduría de la Iglesia ha creado la maravilla, psicológicamente necesaria, del sacramento de la Penitencia. Ante el persistente silencio de sus anfitriones, el sacerdote sintió la fuerte e ineludible obligación de remediar el efecto de su discurso, que ahora se le presentaba con las características de un inmodesto alegato, lleno de soberbia y piedra de escándalo. Aligeró su tono y su actitud, como si todo hubiera sido una broma, y continuó:

     -Vaya, veo que les he llegado a sorprender, puede que a preocupar. Bueno, -y con la sonrisa, la cabeza y las manos compuso un exquisito gesto irónico- no se crean todo, creo que, por un prurito de realzar mis pecados, he exagerado un poco, supongo que no fui más que un joven en cierto modo normal, de mi época, ya saben, con esa inmoralidad algo traviesa y en el fondo inocente de la juventud que sólo busca placeres egoístas y sin problemas, sin responsabilidades, creyéndose eterna..., pero cambiemos de tema, por favor, que ya estoy cayendo en los sermones... 

     Y lanzó una breve risita. La familia, queriendo creerle, en parte porque no podían soportar ya más la situación, aceptó de buena gana el cambio de registro en la tertulia, y don Pablo demostró un tacto notable, exclamando, de tales modos y formas que cualquiera hubiera dicho que realmente se encontraba de buen humor:
                     
     -Caramba, don Damián, por un momento nos había engañado, casi nos convence de que usted había sido un sinvergüenza, y perdone la expresión y la franqueza... En fin, sospecho que usted ha sido cocinero antes que fraile, como se suele decir, y creo que en cierto modo es algo bueno, conocer el mal para luego poder combatirlo. Me ha dado una lección, lo admito.

     El cura respondió que no se preocupara, que no tenía importancia, y doña Inés cambió definitivamente el rumbo de la cena, con oportunas y atinadas observaciones acerca del tiempo meteorológico, la comida, los precios y la situación del país, que a dónde íbamos a parar, por Dios, cómo está el mundo. Y la cena prosiguió en excelente y relajado ambiente, en los más ideales términos de amabilidad y buenas costumbres. Sólo en la mente de la joven Lucía brillaba, con las ásperas luces de lo pecaminoso, inquieta y obsesiva, una idea: que este guapo cura conocía, sin duda, los placeres de la carne, y no podía apartar, alejar de sí, la visión del varonil y guapo sacerdote desnudo, haciendo el amor, y se veía a sí misma en sus brazos, y le parecía fascinante, y se imaginó, en un futuro cercano, tentando al servidor de Dios con su cuerpo, y pensó que él no podría resistirse, al fin y al cabo era un hombre, y la jovencita Lucía sonrió maliciosamente y empezó a pergeñar un plan...          

Relato "EL QUE ACECHA EN LA CIUDAD"

     El hombre contempla la ciudadela desde lo más elevado de la gigantesca torre defensiva situada extramuros. En medio de una noche absoluta, sus ojos pasean, complacidos, por las innumerables luces que titilan en toda la ciudad hasta más allá de donde llega la mirada. El hombre está desnudo, siente el vigor juvenil de sus miembros y músculos, tonificados por el suave aire fresco. Examina las gruesas murallas, y los miles de edificaciones que contienen. Palacios rosáceos de estilo renacentista, poderosos castillos de piedra gris, plazas porticadas, enormes museos construidos con mármol. El hombre disfruta de cada detalle, de cada esquina, de cada escultura, todo perfectamente iluminado por las brillantes y lechosas farolas. Las avenidas y paseos están solitarios, casi vacíos, sólo aquí o allá se distingue algún transeúnte nocturno. El hombre desnudo respira con delectación, sus órganos parecen exigir una combustión o éxtasis, el combate y el sexo que, aniquilando, le dan vida. Sin ser visto, gracias a las almenas de la torre, saborea el placer próximo, retardándolo conscientemente para que luego alcance las más sublimes cotas de dicha. Es hermosa la ciudad o ciudadela, sí, muy hermosa, como sus habitantes, caballeros y señoritas de carnes dulces y ansiosas almas que buscan algo. Una ciudadela perfecta en sus acabados pormenores, y complicadísima, saturada de vida y arte, recuerda a una miniatura gótica, muy hermosa en efecto, el hombre piensa, lástima de su destino, de que yo esté aquí  para cumplirlo, que mi deber sea asolarla con las llamas de la destrucción que brotan en mi pecho, ah, la pena, la melancolía de que sus gentes tengan que caer en mi infierno de goce y muerte… creo ya paladear, como un vino delicado, sus miradas de conocimiento y asombro e intensa delicia antes de ser conducidos a la nada por mis abrazos, por la sangre, el semen y la saliva de mi cuerpo.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Relato "POR EL CAMINO DE E., O UN FRAGMENTO DE VIDA".

     E. suele ser percibido como un hombre suavemente extravagante, con una vida y personalidad peculiares, aunque de una forma moderada o discreta. Y, como se dice en esta época, se le considera un friki. Ya en su adolescencia llamó la atención de sus amigos y familiares, prosaicamente realistas, gracias a la desmedida afición que manifestó por las obras de Tolkien. Ahora que se acerca a la cuarentena, E. ha sustituido la prolijidad de El señor de los anillos por el barroquismo alucinado de los cuentos terroríficos de Lovecraft y de otros autores raros y quizá de segunda fila. El torturado cerebro de E. se complace perdiéndose en fantasías góticas de castillos imposibles o inverosímiles, como si algo de su psique encontrara cierto e indeterminado placer en las ensoñaciones situadas en laberintos tenebrosos y húmedos, de piedras sucias. En suma, todos estos detalles, conocidos por los más íntimos, o sospechados o intuidos por los demás, le han granjeado la fama, acaso injusta, de tipo extraño, alejado de la sana vida práctica, de la vida común de sus semejantes. Añádase que E. vive con sus padres todavía y que parece más bien solitario y de pocos amigos, para que la impresión de excentricidad se acentúe poderosamente.
    
     Pero E., pese a su apariencia mediocre de hombre casi cuarentón, un tanto gordito y bastante calvo, de rostro vulgarmente redondo, insípido, E., decimos, se siente en cierto modo orgulloso de su vida. Las ironías que percibe en torno, que sabe captar con la finura de una antena psicológica (le parece acertadísima esta expresión), las considera con displicencia y una cierta superioridad. Sí, es verdad que vive con sus padres y que su modesto trabajo de conserje en una institución pública no promete hacer relumbrar su existencia con los altos placeres de una vida intensa. Pero, ¿el suyo no constituye un transcurrir tranquilo, sereno? ¿Acaso podría vivir mejor con otras personas? En cuanto a sus aficiones literarias, reconoce su puerilidad prácticamente inofensiva, pero sabe que también le agradan las cosas serias y profundas. Además de con Lovecraft o Blackwood o Machen, goza asimismo con Henry James, Proust, Flaubert (¿no es él, E., una señora Bovary sumida en el polvo de la pequeña ciudad?, pero sin cónyuge ni amantes, claro, piensa con humor benevolente) o con Robert Walser (ese Walser al que considera hermano del alma, si la frase no es demasiado cursi, ese Walser por quien E. derrama con gusto metafóricas lágrimas en unos ojos hipotéticos). A E. también le gusta el fútbol, el cine (aunque su preferido es el clásico norteamericano de los años cuarenta, que no puede ver tanto como quisiera), pasar las noches ante la televisión (junto a su mamá -ya que el padre se acuesta pronto- disfruta de las series y de los programas del corazón); en fin, que él mismo no se ve tan rarito, tan diferente como los demás le han dado a entender en determinadas ocasiones, con miradas y actitudes más que con palabras francas y directas
    
     Quienes le observan tienen la impresión superficial de un individuo exteriormente anodino, sin darse cuenta de que en el interior de E. arde el fuego de los instintos, como en cualquier otro hombre. En efecto, E. padece, con relativo placer amargo, las tensiones de la sexualidad. Desde hace poco tiempo su atención erótica se ha fijado en dos mujeres. Por un lado, su compañera de trabajo en los últimos seis meses, A., chica de unos treinta y cinco años, divorciada, alta y de espectacular y frondosa melena castaña. A. posee un cuerpo grande, rotundo, un rostro alargado y anguloso, de facciones duras (esa mandíbula marcada, los pómulos elevados y prominentes), en el que brillan húmedamente unos subyugantes ojos azules y rasgados y una boca sensual que suele entreabrir de modo inconsciente (labios rojos que señalan o indican una agradable entrada en su intimidad cálida). A. es una hembra de fuerte carácter, un tanto masculina en sus modos, algo que a nuestro protagonista le excita oscuramente. A E. le gusta imaginarla poderosa en el amor, activa e inquieta, repleta de posturas y movimientos constantes, fieros, experta en caricias prohibidas y con un ímpetu de fogosidad venérea.

     Por otra parte, la vecina del piso de arriba, L., jovencita de unos  veinticinco esplendorosos años. En contraste con A., (en virtud de una desconocida, inexplicable ley de compensación o equilibrio), L. es menudita, de cuerpo delgado y flexible (como si estuviera sin formar del todo, guardando todavía algo de la perfecta imperfección adolescente), con un pelo moreno que lleva corto y chic (a lo garçon, que se decía en épocas pasadas), de carita aniñada y alegre (¿por la inconsciencia juvenil?) en la que bailan unos ojazos (acaso demasiado grandes, desproporcionados, mas esto aumenta su belleza) oscuros y redondos, que parecen mirar las cosas con asombro y felicidad. E. se la figura tímida, recogida y quieta en los placeres (en el momento del éxtasis, abrazada a él fuertemente, aferrada en un espasmo pétreo, casi inmóvil, callada y pasiva, sudando, apenas temblorosa en un orgasmo lento e inacabable paladeado por ambos con morosidad exquisita, a un mismo ritmo acompasado y sólo ligerísimamente perceptible).

     Pero E. tiene la convicción de que nunca les dirá nada, jamás se atreverá (como mucho, a invitarlas a un café). Y aun en el caso de que acumulara valor suficiente y de que fuera correspondido (ideas demasiado sublimes para ser ciertas), E. sabe que su mamá sería un obstáculo insalvable. ¿Y por qué arriesgar un amor seguro, tierno y único a cambio de una aventura azarosa e impredecible? En todo caso, E. se consuela pensando que siempre le quedarán las delicadas, adorables, inocentes nínfulas (nymphettes en el original inglés) que hermosamente supo cantar, en prosa de lirismo inconmensurable (aunque en sórdida novela, sazonada de picante cinismo), el gran Maestro rusonorteamericano. Esas pequeñas cuya existencia mamá ignora por completo, niñas que nunca se interpondrán (al menos, es lo que E. cree, desea o espera con toda su alma) en tan bonito afecto materno-filial.


(XI-2009).

martes, 5 de julio de 2011

Relato "UNA VISITA AL MARQUÉS DE SADE".

     En una brumosa mañana de marzo de 1783 el reverendo padre Jean d'Alencourt acude a la prisión de Vincennes para realizar una temida, y en el fondo deseada, visita a Donatien-Alphonse-François, marqués de Sade. El cielo grisáceo, entreverado de celajes finos como puñales de hielo, crea cierta atmósfera similar a una campana gigantesca de ambiente triste que envuelve la llanura en la que los colores no brillan, apagados por la uniformidad mortecina de tonos plúmbeos que parece dominar el paisaje entero. El religioso desciende de su carruaje y se dirige a la entrada del castillo que ahora sirve de cárcel. Antes de introducirse en el recinto, se fija en las torres, en la configuración de la fortaleza, de piedra blanquecina, y en el bosque cercano, una masa verde oscuro, quieta, silenciosa. El conjunto ofrece un aire medieval y solitario. Tras identificarse, es conducido al interior del castillo por laberínticos pasadizos que han de llevarle a la presencia del prisionero, ese monstruo de maldad que tanto ha escandalizado con su vida y sus escritos hasta terminar por hundirse en la ignominia y el crimen. Al padre Jean se le figura que los pasillos, oscuros y algo húmedos, pudieran dirigirse a unas catacumbas ominosas, a un secreto innominable.
     Por fin d'Alencourt entra en la celda de Sade. El guardia queda fuera, a la espera. El sacerdote ve a un hombre macilento, demacrado, puede que debido a las circunstancias del encierro o acaso porque al marqués la vida de depravaciones y corrupción le ha acarreado consecuencias físicas. La habitación no está mal, en realidad. Amplia, bien cuidada, dispone de una cama aceptable. A lo largo de una pared una estantería contiene varios libros, y, al lado, una mesa sencilla hace las funciones de escritorio, repleta de papeles y manuscritos. Sólo dos pequeñas ventanas, trabadas de barrotes gruesos, revelan el carácter carcelario de la estancia. El cura se considera un hombre directo y franco, así que comienza a hablar sin más preámbulos:
     -Marqués, vengo para ayudar en lo posible a vuestra atribulada alma, si os arrepentís y aceptáis la misericordia de Cristo -dice con firmeza y bien templada voz varonil.
     Sentado en una silla rústica, Sade contempla a su visitante. Piensa que la palabra que mejor definiría al cura sería la de redondez. Sacerdote vestido con un sencillo hábito frailuno, su orondo perfil indica una predilección por la gula. Pero Sade prefiere imaginárselo en plena violación de la virginidad de una candorosa muchachita, o mejor, de una novicia inexperta. Tras los instantes de silencio impuestos por estas reflexiones, responde:
     -Os lo agradezco, padre, pero veréis, hay un pequeño problema. No creo en Dios ni en vuestra moral...
     -Me habían hablado de vuestro ateísmo fanático -interrumpe el sacerdote-, pero ¿nunca habéis sentido la necesidad de creer en algo más que en la grosera materia?, ¿no sentís nostalgia de las bellezas y promesas de nuestra religión?
     -En absoluto, buen señor, sólo la materia existe, y los placeres infinitos que proporciona antes de disolverse en una muerte absurda -las palabras suenan desencantadas, colmadas de un hastío agotador.
     -Pero, ¿y la esperanza en la vida eterna?, ¿y los ideales, el amor? Todo esto, ¿no significa nada? -algo como una súplica tiñe las frases de d'Alencourt.
     -¿Ideales? Os diré los míos: coños, culos y vergas, no necesariamente en este orden. En tales órganos, hermosos y hechos para el placer, al que sirven de forma tan adecuada, se condensa toda mi filosofía -esta vez Sade haba en un tono más fuerte y más lento, escupe las palabras impulsado por un resentimiento indefinido, cercano al odio en intensidad.
     El cura retrocede. Su cara circular y llena expresa un asombro sin tasa, los ojos abiertos ante el escándalo. Sin embargo, tras unos segundos cree reponerse y replica:
     -Vuestras enormidades son vacuas y vulgares, además de asquerosas. ¿Pretendéis provocarme? Incluso vuestro pervertido corazón habrá recibido en algún momento los beneficios de un amor limpio y honorable...
     -Sí, hace ya tanto tiempo... Pero luego comprobé que todo era mentira, todo es mentira. Hoy, lo más próximo que siento al amor es poder azotar las blancas y suaves nalgas de una joven hasta hacerlas sangrar en medio de horribles llagas...
     -¿Cómo?, ¡¡canalla!!
     -...fundir los efluvios de mi placer con la sangre de una putilla que goza en el sufrimiento, en los dolores de las sevicias... sangre y semen, placer y crueldad, ¿no lo habéis probado, padre? Os lo aconsejo muy sinceramente.
     -¡Sois incorregible, un aborto de humanidad! ¡El libertinaje y las nocivas doctrinas de los filósofos más alejados de Dios han debido de destruir vuestra mente!
     -Simplemente quiero llegar más lejos, más allá, donde nadie se ha aventurado. Conocer las delicias del cielo y del infierno en esta tierra... probar todo.
     El padre Jean nota que le invade un vago mareo de asco o de repugnancia. En su ya larga experiencia se ha enfrentado con otros libertinos, pero éste supera cuanto ha conocido, cuanto ha imaginado. Un sudor frío comienza a perlar su ancha frente.
     Sade se levanta y avanza hacia el religioso. Tomándole con suavidad del codo, añade:
     -Buen sacerdote, ¿no se os ocurre mejor modo de aprovechar el momento que esta conversación estéril, sin objeto? Animaos, seguro que vuestro trasero albergará con júbilo a mi necesitado y aburrido miembro, que, con las severas restricciones impuestas en este lugar, ha de conformarse únicamente con los tristes e insípidos placeres del onanismo -y ríe con una carcajada carente de alegría, hueca, vacía, una risa débil y sarcástica que es propia de algo no humano. La carcajada artificial de un autómata debe de ser así, piensa d'Alencourt en una ráfaga que él mismo no se puede explicar.
     Abrumado y lleno de vergüenza, el padre Jean decide despedirse, huir:
     -Adiós, marqués, no tenéis remedio. Que Dios, en Su infinita misericordia, os ayude y perdone. Yo no puedo.
     -Meteos a vuestro Dios por el culo... acaso os plazca... y sería una nueva y bonita forma de comunión, ¿no creéis?... ¡ah, los hallazgos de la mística! -repite la risita seca, mecánica, que su voz cascada y cruel se complace en emitir.
     El sacerdote hace señas al guardia y abandona la celda con prisa, mareado. Vuelve a pasar por los mismos corredores y pasillos que a su llegada, sólo que ahora se le antojan, no sabe por qué, recubiertos de un fluido caliente y pegajoso. Sale fuera del castillo y todo continúa sumido en idéntica atmósfera, de opaca niebla heladora. Tiene la risa metida en los oídos, y quizá nunca desaparezca del todo.


(I-2010)

miércoles, 25 de mayo de 2011

Relato "VIAJE AL FONDO DE LA NADA"

Altos, elevados pueden ser el hastío y la desolación cuando se ha probado el sabor de la nada, piensa el conde Hans von Lübeck en su pequeño palacete de Munich. La luz escasa de este otoño pobre de 1968 arranca fríos destellos de las doradas molduras del salón, reflejos tímidos y acuosos de los espejos que simulan perforar las paredes anticuadamente decoradas. El silencio de lo cotidiano permanece ahí, sin significado. El conde está de ánimo melancólico, sentado en su sillón favorito, mientras sus lánguidas manos apenas sostienen un delgado libro que ya no lee. Se trata de la Carta de Lord Chandos de Hofmannsthal. Von Lübeck acaba de cumplir cincuenta años, y siente que en su vida empieza un declive, la caída impostergable. Ya lejana su juventud en buena parte malgastada por la guerra, y luego su prosperidad creciente en los 50 (a la que ayudó la oportuna ocultación de su pasado nacionalsocialista, prestidigitación posible gracias a las riquezas heredadas, al prestigio de su apellido y a ciertos contactos y amistades), su matrimonio fracasado... Ahora llega la decadencia. Se ve como el protagonista de A contrapelo de Huysmans, confinado por el aburrimiento en una soledad poblada de cosas hermosas, o como el príncipe Saurau, aristócrata enloquecido y genial, personaje de una novela recientemente aparecida (Trastorno) del joven escritor austriaco Thomas Bernhard. En fin, basta ya de lepra literaria. Se levanta y pone un disco, Tristán e Isolda, una grabación en vivo de 1958 realizada en Bayreuth. Disfruta del dúo de amor, como es sabido constituye un paralelo musical del orgasmo, el reflejo del progresivo clímax del coito, en un crescendo mareante y sensual. Cómo debía de follar el viejo Wagner. O quizá plasmara un ideal inalcanzable, sueño de artista insatisfecho.

Desde hace años reconoce en sí mismo una tendencia fascinada hacia lo degradado y corrompido, como si encontrara un goce especial en lo más bajo e innoble del ser humano. De hecho, le encanta la yuxtaposición de lo putrefacto con los elevados frutos del arte y de la cultura. Le gustaría unir la mierda de las tabernuchas infectas con el rococó bávaro. Una manera de apurar la vida en todo lo que tiene de delirante y barroco, hasta las últimas consecuencias, sin renunciar a nada. Asumir la totalidad plena con el fin de llenar el vacío que le consume. Es una atracción por la basura, por el extraño lirismo de lo más sórdido, lo cual le lleva a pensar en Cèline (al que conoció en la Francia ocupada, entonces von Lübeck no sabía que se trataba de un escritor de cierta reputación, lo recuerda como un tipo desagradable, cínico, realmente asqueroso, un auténtico hijo de puta).

El conde pasa a rememorar lo sucedido hace dos noches, cuando deambuló por los barrios de peor fama de la ciudad en busca de determinada sustancia y se encontró con una joven putilla, embadurnada de maquillaje, que le dijo: ven, guapo, te hago lo que quieras, te la chupo como nadie, ven, palabras obscenas que le recordaron las que Joyce dirigía en sus cartas a Nora: deseo verte las bragas manchadas, me gusta más tu culo que tus tetas porque hace cochinadas, el placer unido a la inmundicia, delectación en lo que pudorosa y poéticamente se denomina escatología. Amor en el lugar del excremento, que dijo Yeats. Y ante la oferta de la puta, pensó: sí, preciosa guarra, por qué no, quiero joderte, que tu coño sea mi Leteo, inúndame con la suciedad de tus innumerables sémenes. Pero fue sólo un instante que ya terminó, una huida provisional y fácil. Sexo mecánico que ni añade ni arregla cosa alguna. El hueco, la sensación de ausencia y de falta en su mundo desolado, persisten con furia.

Harto de tanta trampa y estafa, el conde apaga la música (justo cuando suena el canto de amor y muerte de Isolda, supremo deleite en la aniquilación total) y se dirige al cuarto de baño, donde se inyectará la morfina, esa vía de escape hacia los sueños con ciudades de cristal y oro. El venenoso placer al que ni quiere ni puede renunciar y que acaso un bendito día le permita conocer la faz verdadera de una nada pura y simple.


                               
                                 (II-2009)

viernes, 20 de mayo de 2011

Poema "RECUERDO FUTURO DE UN PARAÍSO".

RECUERDO FUTURO DE UN PARAISO
                                                 (Homenaje a Á. Mutis)



La seda de los palacios y la carne de las damas,
el tacto de las costumbres y la tranquilidad de
                                                   [las bibliotecas,
óperas que profundizan miradas misteriosas,
silencio acre de burdeles arcaizantes.
Tertulias largas en cafés de rojos mármoles,
ocurrencias salpicadas de chistes como sal,
besos como flores de simpatía.
Lentos paseos por bulevares de árboles y teatros,
un cielo fino y una lluvia gris,
y las chicas son el misterio y la belleza de un óleo veneciano
y las gentes susurran en recitativo moderado,
como estos versos han de ser leídos.
Europa de los dos últimos siglos.
Secretos de las vidas se encubren con irónico barniz
que a veces se rompe a fuerza de ternura, la cual
forma la médula sentimental ennoblecedora de deseos:
estas trampas amor se llaman,
y su dulzura es pareja con su crueldad.
Milagros, esperanzas anidan en las miradas jóvenes
que nunca dejan totalmente de serlo.
Moneda común, la dignidad y la nobleza,
de frente se mira y sólo es hipócrita la cortesía obligada.
¡Con qué elegancia giran los salones juveniles,
simpáticas parejas acariciadas por Rachmaninov!
¡Cómo se deleitan los sentidos y la mente!


(este poema figura en la entrada "Poemas 3" de 31 octubre 2010, en este blog).

domingo, 8 de mayo de 2011

MONÓLOGO

     vaya mierda de vida... bueno de mi vida qué hacer qué espero... el hartazgo aburrimiento como en un desierto lleno de sol todo sin saber... sí el budismo Miguel de Molinos buscar la huida en la aniquilación refugiarse en la nada en su pureza atracción de la no existencia no existe el yo Hume... todo es disolución... maya dicen los hindúes todo es apariencia engaño la verdadera realidad cuál es... la verdad no existe o está donde no llegamos... hay que joderse... cómo mis palabras no sé escapan se deslíen qué es lo que pienso pienso a través del lenguaje... o gracias al lenguaje? no qué coño la pureza del vacío es nociva... prefiero la vida la realidad me gusta me gusta todo un placer delirante el sexo la sensualidad las artes... leer hundirme en mis autores favoritos el verdadero amor nunca te fallan ellos los grandes las frases están ahí siempre no cambian inmutables sin tiempo... el placer de leer música de las palabras pensamientos en los que me reconozco o que me enriquecen me dan vida o es un sustitutivo? sustitutivo de la vida quizá es mejor... los libros... pero no la vida es más las mujeres esas chicas encantadoras jovencitas que me turban chiste fácil sus caritas que sonríen con humedad brillante una solamente mi novia mi chica dónde está... el sexo como trampa Schopenhauer para perpetuar la especie el amor también trampa... pero al menos querer y sentirme querido qué bonito puto sentimentalismo por qué yo no por qué... hay que joderse en fin algunos hablan de destino y una mierda no hay destino es lo que haces mis decisiones mi carácter mis genes la herencia de la familia el ambiente y así estoy solitario y jodido y abandonado me doy pena sutil placer masoquista en la autoconmiseración... complejidades psicológicas... el exceso de pensamiento arrasa la vida como un fuego blanco sin piedad luz demasiado clara quirófano inteligencia castradora como esterilización el demonio del análisis ¿Flaubert? luz más luz quería Goethe para qué viejo imbécil preferible la oscuridad la bruma novelas góticas cuentos de terror... castillos ruinosos húmedos y oscuros laberintos desconocidos inquietud angustia... viejas bibliotecas llenas de polvo con libros maravillosos y terribles y con silencio que se palpa esquinas sumergidas en las tinieblas ¿dónde estoy? dónde la doncella inocente que te espera en la cama de dosel entre gasas y terciopelos de un rojo intenso suave niña que te mira y sonríe no tan inocente después de todo pequeña vampira no me importa... que muerda y succione qué más da lo esencial es la situación escena pertubadoramente gloriosa la estética belleza por encima de la moral... imaginación otra manera de huir de soportar hay que fastidiarse seré fino soy muy educado que se note... un poco perverso la atracción de lo prohibido el valor para enfrentarse con... rebeldía ¿soy rebelde? en realidad un conservador puede que cobarde ante el espanto de mi imaginación me muestro anodino de derechas previsible la comodidad de las leyes de lo aceptado no moverme virgencita que me quede como estoy... quietismo también pero en otro sentido... o viajar ver sitios nuevos ciudades multitudes que te ignoran está bien anonadarse en el gentío socialismo vulgar pacifismo alianza de civilizaciones que os den por culo gilipollas no reconocéis el mal o sí pero sois hipócritas el odio posee virtudes creativas y purificadoras... el odio la violencia es la vida muchachos biempensantes... permitidme el sermón vosotros también sermoneáis... qué cínico soy qué cabrón cómo me divierto sí y qué os jode actitud chulesca qué pasa soy yo egoísmo aristocrático Nietzsche más allá del bien y del mal... pero sólo hablo palabras palabras palabras soy conservador no me atrevo es un sueño lo dijo Hölderlin el hombre es un pordiosero cuando piensa y un dios cuando sueña... decididamente mejor el sueño... mi paraíso soñado una ciudad inmensa de piedra y galerías acristaladas con magníficos bulevares plazas parques y palacios repletos con todas las obras de arte de la Historia y todas las películas y todos los libros escritos o pensados o perdidos gigantesca ciudad museo para mí y para toda la Humanidad no digáis que no soy generoso... todos los seres humanos que han vivido que viven y vivirán las calles atestadas de gente vestida como en el siglo diecinueve personas eternas en perpetua juventud simpáticas sin preocupaciones ni trabajo únicamente pasear y conversaciones y risas y poder leer y contemplar todo una y otra vez... qué sueño... improbable... y en un castillo rodeado de fuentes en una de sus habitaciones la más oscura y secreta está la niña vampiro esperándome y entro en la cámara en la estancia y ella se tumba desnuda depilada su cuerpo endeble y frágil delgado apenas sin formar de una blancura homogénea y completa sin mácula su piel suavidad que resbala y se abre...


                                      (III-2009).