Recuerdo mi infancia soñadora y feliz como globos iridiscentes, mi pubertad descubridora y extasiada, allá en el rosado palacete de mármol de mi tío Mitia, en la inolvidable, y acaso ya desaparecida, Ardis. Aquellos veranos de un ocio tranquilo y vivo, rodeado del silencio neto, puro, de los bosques cercanos, ronroneantes moles de olas verdes mecidas por un viento dulce, tibio y fresco al mismo tiempo. En el porche de la mansión coqueta, tumbado boca abajo, apenas consciente de la milagrosa dicha, de la atmósfera del encantado lugar, leyendo Ana Karenina o Madame Bovary (tomados de la biblioteca fértil y oscura de mi tío, confiado desconocedor de mis lecturas), en horas neutras, agradables, sin apenas duración, o con un tiempo intuido como si fuera una conocida, familiar, cinta de terciopelo que pudiéramos recorrer en varios sentidos sin sorpresas y sin aburrirnos.
Fui buen estudiante, por lo que durante esos estíos pude dedicarme a la lectura como goce personal o privado, sin responsabilidades ni deberes escolares (ayudado por la indiferencia elegante y aristocrática, un poco fría, que el tío Mitia mostraba hacia mis asuntos). Hasta que todo cambió un agosto, el de mis catorce años. Sentía el empuje de algo nuevo en mí, unas variaciones deliciosas en el organismo, como un vértigo de miel y tensión que nacía en lo más recóndito y secreto de mi cuerpo en metamorfosis. Y entonces, mi tío anunció que pasaría unas semanas con nosotros mi primita Verashka. Llegó la niña, que resultó no serlo tanto, pese a contar un año menos que yo. El pequeño ciclón lácteo que nutría y vivificaba mis miembros, esa fuerza leve de carne que no sabía dónde saciar su potencia inaugurada, encontró en mi primita el objetivo natural de sus aspiraciones parcialmente románticas y parcialmente materialistas.
Verashka notó su influjo en mí, con la sabiduría innata de su sexo para reconocer las heridas que inflige. Supo jugar con ello y conmigo, con caricias y delicados toques pretendidamente pueriles, siempre en el límite de lo intolerable, de las cosas sucias que ya conocíamos sin nombrarlas, con besos y abrazos suaves que querían ser familiares muestras de afecto, algo que desmentían la excesiva seriedad de sus miradas, el inestable silencio, culpable y húmedo, que envolvía nuestras uniones con la sorpresa de un goce buscado pero nunca explícito.