Paula
se desliza por los azulejos. El amplio patio está vacío, lleno del sol de la
tarde. Paula se acerca a una de las fachadas que delimitan el ámbito. Casas
nobles, con luminosas vidrieras incrustadas entre las piedras pulidas y
porosas. La niña no sabe qué hace ahí, ni recuerda cómo ha llegado. Siente el
vacío del instante, un momento del que no puede situar ni conocer su origen.
Paula, con su faldita plisada, con sus calcetines rosas, con su blanca carita
redonda, enmarcada por rizos elásticos y brillantes, como de un metal raro. Paula,
que empieza a experimentar una ligera, leve inquietud…
En la planta baja de la fachada frente a
la que se encuentra, una gran puerta de madera, repleta de extraños relieves,
atrae su atención. Paula se acerca, toca (o más bien apenas roza) los suaves
bultitos que representan escenas confusas, complicadas. La cuestión es que
ahora Paula sí cree recordar vagamente algo en relación con esas imágenes, como
rastros de un sueño muy antiguo, o imprecisas conexiones con ciertas historias
terribles que le contaban, cuando aún era más pequeña, aquellos hombres
oscuros. “Es curioso”, piensa Paula, “hasta ahora mismo tampoco me acordaba de
esos hombres”. Y nota un vacío desagradable en el vientre, una presión en la
garganta, e intuye que va a llorar, es más, lo sabe con certeza. Para evitarlo,
o simplemente por cambiar o romper la situación intolerable, o por buscar una
esperanza o una compañía (o acaso encontrar la explicación, aun difusa), Paula
llama a la puerta. Desde el otro lado, una voz fuerte y llena de noche le
responde: “¡Pasa, querida Paula, deprisa!”.
(Mayo, 2011)
Supongo que en este relatillo quise expresar algo ominoso, inquietante... este año he leído el interesante ensayo "Lo bello y lo siniestro", de Eugenio Trías; quizá en este cuento podrían aplicarse algunas de las categorías o ideas del filósofo recientemente fallecido.
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